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Los temores de mi
persecución pasaron a un segundo plano, como si de repente hubieran
perdido toda su vigencia. Antes de importunar a Hillgarth con
suposiciones que quizá no tuvieran fundamento, debía contactar con
él inmediatamente para hacerle llegar la información y las cartas.
La situación de Beigbeder era mucho más importante que mis miedos:
para él mismo, para mi amiga y para todos. Por eso, aquella mañana
rajé en mil pedazos el patrón previsto para dar cuenta de las
sospechas acerca de mi supuesto seguimiento y lo reemplacé por otro
nuevo: «Beigbeder visita mi casa anoche. Fuera ministerio, estado
extremo nervioso. Envían arrestado a Ronda. Teme por su vida. Me
entrega cartas para enviar Sra. Fox Lisboa por valija diplomática
embajada. Espero instrucciones urgentes».
Sopesé la idea de
acudir a Embassy a mediodía para captar la atención de Hillgarth.
Aunque la noticia del cese ministerial le habría llegado con
seguridad a primera hora de la mañana, yo sabía que todos los
detalles que el coronel me transmitió le serían de enorme interés.
Además, intuía que debía deshacerme cuanto antes de las misivas
dirigidas a Rosalinda: conociendo las circunstancias del emisario,
estaba convencida de que aquellas páginas sobrepasaban los límites
de la mera correspondencia sentimental y conformaban todo un
arsenal de rabioso contenido político que en ningún caso convenía
que estuviera en mi poder. Pero era miércoles y, como todos los
miércoles, tenía prevista mi visita al salón de belleza, así que
preferí utilizar el cauce de transmisión convencional antes de
hacer saltar la alarma con una actuación de emergencia mediante la
que sólo conseguiría adelantar la información un par de horas. Me
esforcé por ello en trabajar a lo largo de la mañana, recibí a dos
clientas, malcomí sin ganas y a las cuatro menos cuarto salí de
casa camino de la peluquería, con el tubo de patrones firmemente
envuelto en un pañuelo de seda dentro del bolso. El tiempo
amenazaba lluvia, pero opté por no tomar un taxi: necesitaba que me
diera aire en la cara para despejar las brumas que me asolaban.
Mientras caminaba, rememoré los detalles de la desconcertante
visita de Beigbeder la noche anterior e intenté anticipar el plan
que Hillgarth y los suyos idearían para hacerse con las cartas.
Abstraída en esos pensamientos, no noté que nadie me siguiera;
quizá mis propias preocupaciones me mantuvieron tan ensimismada
que, si alguien lo hizo, no me di cuenta.
Los mensajes quedaron
escondidos en el armario sin que la muchacha de cabello rizoso
encargada de aquella especie de guardarropa mostrara el más mínimo
gesto de complicidad al cruzar su mirada con la mía. O era una
colaboradora formidable, o no tenía la menor idea de lo que ante
sus ojos pasaba. Me atendieron las peluqueras con la destreza de
todas las semanas y, mientras me ondulaban la melena que ya
superaba la altura de los hombros, fingí mantenerme absorta en el
número del mes de una revista. Me interesaba bastante poco aquella
publicación femenina llena de remedios farmacéuticos, historietas
dulzonas cargadas de moralina y un completo reportaje sobre las
catedrales góticas, pero la leí de cabo a rabo, sin despegar los
ojos de ella para evitar el contacto con el resto de las clientas
cercanas cuyas conversaciones no me interesaban en absoluto. A no
ser que coincidiera con alguna de mis clientas -algo que ocurría
con relativa frecuencia-, no tenía ningún interés en entablar la
más mínima charla con nadie.
Salí de la peluquería
sin los patrones, con el pelo perfecto y el ánimo aún turbio. La
tarde seguía desapacible, pero decidí dar un paseo en vez de
regresar a casa directamente: prefería mantenerme distraída y
alejada de las cartas de Beigbeder mientras llegaban las noticias
de Hillgarth sobre qué hacer con ellas. Ascendí sin rumbo fijo por
la calle de Alcalá hasta la Gran Vía; el paseo fue tranquilo y
seguro en un principio pero, a medida que avanzaba, noté cómo
aumentaba la densidad humana de las aceras, mezclando a paseantes
bien arreglados con limpiabotas, recogecolillas y mendigos tullidos
que enseñaban sus lacras sin pudor en busca de caridad. Fui
entonces consciente de que estaba extralimitando el perímetro
acotado por Hillgarth: me estaba adentrando en un terreno un tanto
peligroso en el que tal vez pudiera cruzarme con alguien que un día
me conoció. Probablemente nunca sospecharan que la mujer que
caminaba envuelta en un elegante abrigo de lana gris había
suplantado a la modistilla que años atrás fui pero, por si acaso,
decidí entrar en un cine para matar el resto de la tarde y evitar,
de paso, exponerme más de lo conveniente.
El Palacio de la
Música era la sala y Rebeca, la película.
La sesión ya estaba comenzada, pero no me importó: el argumento no
me interesaba, sólo quería un poco de privacidad mientras
transcurrían las horas necesarias para que alguien hiciera llegar a
mi casa instrucciones sobre cómo actuar. El acomodador me acompañó
a una de las últimas filas laterales mientras Laurence Olivier y
Joan Fontaine recorrían a toda velocidad una carretera llena de
curvas a bordo de un auto sin capota. Tan pronto como acostumbré la
vista a la oscuridad, percibí que el gran patio de butacas estaba
prácticamente lleno; mi fila y su zona, sin embargo, por su
lejanía, tan sólo la ocupaban algunos cuerpos moteados aquí y allá.
A la izquierda tenía varias parejas; a la derecha, nadie. Por poco
tiempo, no obstante: apenas un par de minutos después de llegar,
noté que alguien se sentaba en el extremo de la fila, a no más de
diez o doce butacas de distancia. Un hombre. Solo. Un hombre solo
cuyo rostro no pude percibir entre las sombras. Un hombre
cualquiera que jamás me habría llamado la atención de no ser porque
llevaba puesta una gabardina clara con el cuello levantado,
idéntica a la del individuo que me seguía desde hacía más de una
semana. Un hombre con gabardina de cuello alzado a quien, a juzgar
por la dirección de su mirada, más que la trama cinematográfica, le
interesaba yo.
Un sudor frío me
recorrió la espalda. De golpe supe que mis presuposiciones no
habían sido vanas, sino reales: aquel individuo estaba allí por mí,
me había seguido probablemente desde la peluquería, tal vez incluso
desde mi domicilio; había caminado tras mis pasos durante
centenares de metros, me había observado cuando pagaba la entrada a
la taquillera, mientras recorría el vestíbulo, entraba en la sala y
encontraba mi sitio. Observarme sin que yo
lo viera no había sido suficiente para él, sin embargo: una vez me
tuvo localizada, se había instalado apenas a unos metros,
cortándome el paso hacia la salida. Y yo, incauta y abrumada por
las noticias del cese de Beigbeder, había decidido en el último
momento no hacer partícipe a Hillgarth de mis sospechas, por más
que éstas hubieran incrementado a lo largo de los días. Mi primera
idea fue escapar, pero inmediatamente noté que estaba encajonada.
No podía acceder al pasillo derecho sin que él me dejara pasar; si
decidía hacerlo por el flanco izquierdo, tendría que importunar a
un puñado de espectadores que protestarían molestos por la
interrupción y deberían levantarse o encoger las piernas para que
pudiera abrirme paso, lo cual daría tiempo de sobra al desconocido
para abandonar su butaca y seguirme. Recordé entonces los consejos
de Hillgarth durante la comida en la Legación Americana: ante
cualquier sospecha de seguimiento, tranquilidad, seguridad,
apariencia de normalidad.
El descaro del
extraño de la gabardina no presagiaba, sin embargo, nada bueno: lo
que hasta entonces había sido un seguimiento disimulado y sutil
parecía haber dado paso bruscamente a una ostentosa declaración de
intenciones. Estoy aquí para que me vea, parecía decir sin
palabras. Para que sepa que la vigilo y que sé adónde va; para que
sea consciente de que puedo meterme en su vida con toda facilidad:
vea, hoy he decidido seguirla hasta el cine y bloquearle la salida;
mañana puedo hacer con usted lo que me venga en gana.
Fingí no prestarle
atención y me esforcé por concentrarme en la película, pero no lo
logré. Las escenas pasaban ante mis ojos sin sentido ni coherencia:
una mansión tétrica y majestuosa, un ama de llaves con aspecto
maléfico, una protagonista que siempre se comportaba de manera
equivocada y el fantasma de una mujer fascinante flotando en el
aire. La sala entera parecía subyugada; mi preocupación, no
obstante, estaba volcada en otro asunto más cercano. Mientras
transcurrían los minutos y en la pantalla se sucedían imágenes
cambiantes en blanco, negro y gris, dejé caer varias veces la
melena sobre el lado derecho de la cara y, a través de ella,
intenté escudriñar al desconocido disimuladamente. No conseguí
distinguir sus rasgos: la distancia y la oscuridad me lo
impidieron. Pero entre nosotros se estableció una especie de
relación muda y tensa, como si el común desinterés por la película
nos uniera. Ninguno de los dos contuvo el aliento cuando la
protagonista sin nombre rompió aquella figura de porcelana, tampoco
sentimos pánico cuando el ama de llaves intentó persuadirla para
que se arrojara al vacío; ni siquiera se nos heló el corazón al
saber que el propio Max de Winter tal vez había sido el asesino de
su perversa esposa.
La palabra fin apareció tras el incendio de Manderley y la sala
comenzó a inundarse de luz. Mi reacción inmediata fue ocultar el
rostro: por alguna razón absurda, sentí que la ausencia de
oscuridad me haría más vulnerable ante los ojos del perseguidor.
Incliné la cabeza, dejé que el pelo me tapara la cara una vez más,
y fingí ensimismarme en buscar algo en el bolso. Cuando por fin
alcé la vista unos centímetros y miré hacia la derecha, el hombre
había desaparecido. Me mantuve en el patio de butacas hasta que la
pantalla quedó en blanco, con el miedo agarrado a la boca del
estómago. Se encendieron todas las luces, los espectadores más
rezagados abandonaron la sala, los acomodadores entraron buscando
desperdicios y objetos olvidados entre las butacas. Sólo entonces,
acobardada aún, me armé de valor y me levanté.
El gran vestíbulo se
mantenía abarrotado y ruidoso: sobre la calle caía un aguacero y
los espectadores a la espera de salir se mezclaban apretados con
los de la sesión a punto de empezar. Me cobijé semioculta tras una
columna en una esquina apartada y, entre el gentío, las voces y el
humo denso de mil cigarrillos, me sentí anónima y momentáneamente a
salvo. Pero la frágil sensación de seguridad duró apenas unos
minutos: los que tardó la masa en comenzar a disolverse. Los recién
llegados accedieron por fin a la sala para ensimismarse con las
desventuras de los De Winter y sus fantasmas; el resto -al amparo
de paraguas y sombreros los más prevenidos, de chaquetas alzadas y
periódicos abiertos sobre la cabeza los más incautos, o simplemente
cargados de arrojo los más valientes- fueron abandonando poco a
poco el mundo fastuoso del cine y saliendo a la calle para
enfrentarse a la realidad de todos los días, una realidad que
aquella noche de otoño se presentaba con una densa cortina de agua
cayendo inclemente del cielo.
Encontrar un taxi era
una batalla perdida de antemano, así que, al igual que los
centenares de seres que me precedieron, me armé de valor y, con tan
sólo un pañuelo de seda cubriéndome el pelo y el cuello alzado del
abrigo, me dispuse a regresar a casa bajo la lluvia. Mantuve el
paso presuroso, deseando llegar cuanto antes para refugiarme tanto
del aguacero como de las decenas de sospechas que me acosaron al
andar. Volví la cabeza constantemente: de pronto creía que me
seguían, de pronto parecía que me habían dejado de seguir.
Cualquier individuo con gabardina me hacía apretar el ritmo, aunque
su silueta no se correspondiera con la del hombre que yo temía.
Alguien pasó con prisa a mi lado y, al sentir su roce involuntario
en el brazo, corrí a refugiarme junto al escaparate de una farmacia
cerrada; un mendigo me tiró de la manga rogando caridad y por
limosna recibió un grito asustado. Intenté andar al paso de varias
parejas respetables hasta que, sospechosas de mi obsesiva cercanía,
ellas mismas se apartaron de mí. Los charcos me llenaron las medias
de salpicaduras de barro, se me enganchó el tacón izquierdo en una
alcantarilla. Crucé las calles con apremio y angustia, sin apenas
fijarme en el tráfico. Los focos de un automóvil me deslumbraron en
un cruce; un poco más allá recibí el bocinazo de un motocarro y
estuve a punto de ser arrollada por un tranvía; apenas unos metros
más adelante logré de un salto librarme del atropello de un coche
oscuro que probablemente no percibió mi figura bajo la lluvia. O
tal vez sí.
Llegué empapada y sin
apenas resuello; el portero, el sereno, un puñado de vecinos y
cinco o seis curiosos se arremolinaban unos metros más allá de mi
portal, calibrando los desperfectos causados por el agua que se
había colado en los sótanos del edificio. Subí los escalones de dos
en dos sin que nadie percibiera mi presencia, despojándome del
pañuelo empapado mientras buscaba las llaves, aliviada por haber
logrado llegar sin cruzarme con mi perseguidor y deseando
sumergirme en un baño caliente para arrancarme el frío y el pánico
de la piel. Pero el alivio fue breve. Tan breve como los segundos
que tardé en alcanzar la puerta, entrar y darme cuenta de lo que
pasaba.
Que hubiera una
lámpara encendida en el salón cuando la casa debería estar a
oscuras era algo anormal, pero podía tener alguna explicación:
aunque doña Manuela y las chicas solían apagar todo antes de irse,
tal vez aquella tarde se olvidaron de dar un último repaso. No fue
por eso la luz lo que me resultó fuera de lugar, sino lo que
encontré en la entrada. Una gabardina. Clara, de hombre. Colgada en
el perchero y goteando agua con siniestra parsimonia.